sábado, 19 de febrero de 2011

Viento

Las veletas siempre le habían producido cierta incertidumbre. Eran bellas, llamativas, pero su afán por lo certero le hacía desconfiar de aquella aparente inestabilidad al verlas suspendidas sobre un fino soporte de hierro. No obstante, los libros de su infancia repetían una y otra vez que no había que limitarse a las percepciones, sino que era necesario indagar, explorar, conocer y errar. Obcecada por llegar a lo más alto, como de costumbre, donde casualmente se situaban aquellos tesoros giratorios, olvidó que vivía en la ciudad del viento y que algunos trofeos, con una simple brisa pueden transformarse en las armas más letales. Por suerte, el mar quedaba lejos, así que se limitó a esperar que el cierzo volviera y se llevara con él cualquier rasguño causado por un hierro oxidado. Aprendió a desobedecer a los finales de los cuentos y se propuso escribirlos ella misma. Al fin y al cabo, son sólo palabras, y las palabras, se las lleva el viento.



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