martes, 24 de abril de 2012

Nino

Ya no tiene miedo a volar. En realidad esto es una paradoja, puesto que sus temores se habían engendrado sin que hubiera volado antes. Pero ya se sabe cómo se desarrollan las creencias en el mundo de la farándula, los que más llaman la atención son los estrellados, que perdieron  la memoria debido a un choque durante el vuelo, esos que a causa de la caída obtuvieron heridas imposibles de ser disimuladas, aquellos que sufrieron un ataque al corazón. Y en lugar de elevar la vista para observar a quienes mantenían un rumbo saludable, prefería seguir adelante sin querer reparar en la necesidad o no necesidad de volar al menos una vez en la vida. En más de una ocasión  subió a un avión e incluso a un helicóptero, pero toda persona que haya experimentado el vuelo en caída libre reconocerá que no tiene comparación. A veces la seguridad nos aprieta tanto que nos ahoga por dentro, sujetando también aquello que necesita fluir.

Fue un día remoto y casual, que estaba en el calendario sin deber estar, en el que se le ocurrió subir al tejado y mirar al vacío. Y le entró la duda (dicen por ahí que sólo dudan los sabios). ¿Y si asomara las manos? ¿Y si sacara sólo un pie, un poquito, y lo devolviera a terreno firme? ¿Sería muy imprudente? Transcurrieron los días y continuó con sus visitas a las alturas, a observar el horizonte y sentir el viento (fácil, teniendo en cuenta que el lugar en donde vivía era famoso por sus corrientes). Y en una de esas veces, sin reparar en  que tenía compañía,  se sentó, como siempre, con las piernas colgando. Antes de que pudiera decidir si esa vez sería la definitiva, la señalada, aquella en la que por fin se atreviera a saltar, una fuerza desconocida le empujó. Lo que sucedió después no es digno de contarse, sino de vivirse. Hoy sólo puede afirmar que ese fue el momento exacto en el cual perdió el miedo a volar.

miércoles, 18 de abril de 2012

Cita de ciegas

Finalmente se sentaron una enfrente de la otra, cara a cara, sin disfraces ni excusas, sin defensas absurdas, sin saber bien qué decirse.
R. tenía la cara manchada de sangre por los arañazos. Se le había roto un cristal de sus gafas, y el cordel colgaba de un solo extremo. Su antes sobrio e impecable vestido negro estaba rasgado y dejaba entrever parte de sus piernas. En condiciones normales le habría parecido una osadía, pero ahora sólo le importaba recuperar de nuevo la respiración. El mimado recogido estaba completamente deshecho. Las horquillas, esparcidas por toda la habitación. No es sencillo mantenerse bien peinada rodando por la alfombra.

"Si se viera"- pensó N.,-"no volvería a retirarse los mechones de la cara". A ella, sin embargo, no le preocupaban los rasguños y los moratones. Es más, no se sentía capaz de diferenciar los que eran fruto de esa reciente pelea felina de los que habían nacido en alguno de sus planes imprudentes (divertidos). No era ninguna novedad enzarzarse así con alguien, pero en esta ocasión tenía la sensación de que había rebasado los límites. No entendía muy bien de dónde habían salido éstos, así como el extraño nudo en el estómago que la asfixiaba de repente. En cuanto al vestido, tampoco llegó a percatarse del momento en que lo perdió durante la batalla. Ni siquiera conservaba la ropa interior. Se acurrucó en su asiento intentando aplacar esa presión interior que no dejaba de crecer.

"Pobrecita, tendrá frío"- pensó R., sorprendiéndose a sí misma de la ternura de su percepción. Tantas fueron las ocasiones en las que la criticó por su ligereza (moral, a su juicio). Se levantó y la rodeó con los largos brazos. N. la miró y no pudo evitar romper a llorar. Y durante ese abrazo se percataron de que pese a que diera la sensación de que estaban predestinadas a ser incompatibles, amándose la una a la otra se sentían mucho más ellas mismas. Así, sin hablar, se prometieron no volver a separarse nunca.


[Y mientras tanto http://www.youtube.com/watch?v=cg_dRAmSzvA]

lunes, 16 de abril de 2012

Puñetas

Es la razón de que yo no razone.

viernes, 13 de abril de 2012

Cuentos en Ikea

Al fondo a la izquierda se encontraba el salón. No era demasiado grande, pero la robusta mesa de roble, combinada a la perfección con cuatro sillas tapizadas en piel, era lo que más llamaba la atención. Sí, resultaba acertado afirmar que tenía una cabeza muy bien amueblada.

La armonía de la decoración era correcta, como debía ser, a prueba de manchas, rasguños y roces. Sin embargo, no estaba preparada pra los imprevistos. Al vivir en una zona de interior no contaba con recursos para defenderse de las catástrofes naturales. Remotas, sí, pero naturales. Significa que no es extraño que sucedan alguna vez en la vida. Por eso, cuando el terremoto la azotó con fuerza, todo ese pequeño hogar interior que había construido meticulosamente se derrumó por completo.

Fue un desastre absoluto, pero natural. Después del largo y arduo trabajo que supuso limpiar todos los escombros, decidió que debía comenzar la rehabilitación. Los muebles no se habían destrozado del todo, si bien los daños que habían sufrido eran más que graves: a las sillas se les rasgó la tapicería, las cortinas de seda estaban deshilachadas, el piano había perdido parte de sus teclas y la imponente mesa de roble estaba coja.

Para reconstruir cada habitación comenzó a hacer algo que tiempo atrás le hubiera resultado impensable: pidió ayuda. Se dejó aconsejar y aceptó todos los regalos y muebles que le ofrecieron las personas que desde fuera sintieron su temblor. Sorprendentemente también recibió donaciones de aquellos que no se habían percatado de la catástrofe. Qué extraño.

Poco a poco su cabeza se volvió habitable de nuevo, aunque la estructura no era muy parecida a la que había antes, pese a conservar los cimientos. Las sillas eran cada una de una clase: de plástico, de madera, plegables, y hasta una moderna silla de masajes. Las cortinas resultaban muy llamativas, porque estaban formadas por retales de distintas telas y muchos colores. No eran tan sofisticadas como antes, y tampoco impedían del todo que pasaran los rayos del sol, pero al menos no sumían la sala en aquella oscuridad tan rotunda que en el pasado la asustaba. Para el piano no había conseguido recolectar todas las teclas que faltaban, pero no le importó, todavía podía tocar el Himno de la Alegría. Y la mesa nunca volvió a ser la misma, pero se volvió idónea para tomar el té rodeada de cojines.

Nada combinaba con nada. Todo desentonaba. Y aún así sintió que nunca antes había tenido la cabeza tan bien amueblada.